Se ha jugado ya la Final de la Copa Mundial de Fútbol. Un Mundial en el que durante los meses noviembre y diciembre de 2022, la Federación Internacional de Futbol Asociación, la FIFA, junto a Catar, se han enfrentado a uno de los partidos más importantes de la década en la liga del reconocimiento reputacional. Un partido con un arbitraje opaco, de dudosa organización, rodeado de polémica y con un mundo sumergido en múltiples crisis geopolíticas como público en las gradas. En una constante revisión del VAR, los expertos ponen en duda si este mundial queda en fuera de juego en términos reputacionales.
Por un lado, juega Catar: un país que en un proyecto de doce años quiere poner el foco en su riqueza cultural, social, y por supuesto: económica. doce años de desarrollo urbanístico moderno. Infraestructuras climatizadas, redes de transporte eficientes e impresionantes estadios de fútbol modernos, algo ciertamente extraño en un país cuya cultura futbolística era prácticamente inexistente antes de su nominación como sede del Mundial. Un país rico en gas y petróleo que se transforma radicalmente en términos urbanísticos y deportivos después de una reunión en París con dirigentes de la FIFA y jeques qataríes. Toda una modernización en un tiempo récord que generó grandes preocupaciones, sobre todo, dirigidas a las condiciones a las que los trabajadores se enfrentaron.
Por otro lado, la FIFA, el “órgano rector del fútbol mundial”. La Federación defensora de la diversidad y la inclusión, la igualdad entre hombres y mujeres en el deporte, el “non au racisme” y el brazalete de capitán con los colores LGTBI. Unos claims muy contundentes, pero que bajo un cierto dopaje se empiezan a ver borrosos.
Se le ha complicado el partido a la FIFA en los últimos meses, en los que se les ha vuelto muy difícil mirar hacia otro lado al llegar cada situación polémica. Empezando por la construcción de la infraestructura futbolística en Catar, que como ya hemos comentado antes, brillaba por su ausencia en 2009, y que en 12 años ha costado la vista de numerosos trabajadores inmigrantes. Más polémica aún con el reglamento competitivo, el cual prohíbe, entre otras muchas cosas, que los capitanes lleven el brazalete “One Love” para reivindicar los derechos LGTBI. Tanto así, que muchos equipos decidieron no llevarlo para no exponerse a sanciones deportivas. Gol para Catar y amonestación a la FIFA, que cae en la trampa de “si no te gustan mis principios, tengo otros”.
Las acusaciones de corrupción y la opacidad de las negociaciones, la supresión de los derechos de las mujeres y el colectivo LGTBI, la prohibición del consumo de alcohol en los estadios y otras libertades, las condiciones precarias en la construcción de los estadios, y el cambio de fechas del campeonato de verano a otoño por el calor, suman un buen número de casos que han manchado este mundial y al deporte. A todo esto, se le suma el reciente caso de Catargate, un entramado de sobornos originados en Catar a destacadas personalidades en Bruselas.
Se podría enumerar un largo listado de errores que se han cometido a nivel reputacional, y que tanto para Catar como para la FIFA, han puesto gran distancia entre la realidad que presentan y el reconocimiento que pretenden recibir, muy lejos de conseguir una buena reputación. Cada paso en falso en una realidad ya debilitada es un golpe a ese deseado reconocimiento, que se desmorona día a día. Entre bombos y silbidos el público en las gradas da a conocer que ya ha emitido un juicio en contra, pero el ‘panem et circenses’ ha hecho maravillas. Acaba el circo y el resultado es un mal sabor de boca, un agridulce resultado que deja a la FIFA y a Catar en el campo de la reputación espuria: una mala realidad, mal curada con una comunicación alejada de la verdad, con la que solo han podido conseguir cierta imagen, pero no reputación.
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